miércoles, 11 de noviembre de 2009

Dar... hasta lo que necesito para vivir


"…Los ricos daban grandes limosnas.
Pero también llegó una viuda pobre

y echó dos moneditas de muy poco valor.
Jesús, entonces, llamó la atención

de sus discípulos y les dijo:
“Les aseguro que esta viuda pobre

ha dado más que ellos.
Pues todos han dado de lo que les sobraba
ella, en cambio, ha dado

de lo que había reunido con sus privaciones,

eso mismo que necesitaba para vivir.”
(Marcos 12:41b-44)


Muchas veces hacemos eso que los ricos de esta historia, damos de lo que nos sobra. Llegamos al hogar, luego de un día terrible, y ofrecemos nuestras frustración, nuestro cansancio, nuestra desidia, y como si fuera poco reclamamos ser atendidos como los “señores”, los “amos” que merecen reconocimiento, cuidado, respeto, ser servidos…Es más común y corriente de lo que imaginamos, pasando de las formas mas sutiles a las más groseras. Muchas veces el simple hecho que no se nos de ese reconocimiento es la justificación para desencadenar una ola de hechos violentos: insultos, agravios, golpes… La violencia doméstica, tan común y corriente como aberrante y aborrecible… Sólo digna del desprecio que se debe dar a lo miserable.

Es que en medio de esta cultura del prestigio y la fama, del “autobombo” y el egoísmo, el estrellato y el poderío… tendemos a aspirar “a una corona de reyes o reinas” imaginarios, pero en el peor sus esquemas despóticos. Ofrecemos lo que nos sobra de nuestra capacidad para amar y comprometernos; esas migajas de lo que pudo ser una abundancia para compartir. Ofrecemos lo que sobra, porque en el fondo creemos que los demás valen menos y por tanto están después de mi “yo”. Ese “yo” que domina tanto el dinero, como el tiempo, el afecto, el respeto y la admiración por el otro, o la otra…Ese “yo” que nos anestesia con el néctar de su fragancia espuria y caduca más allá de los límites del mismo yo, creando muros, distancias, abismos profundos y extensos en la comunicación con los demás.

Y es precisamente esto lo que el relato nos denuncia. Encontramos aquí a un Jesús indignado con el sistema opresor del Templo. Un sistema que exigía el “todo” de los más frágiles –como el caso de esta viuda- despojándoles, incluso, de lo que necesitaban para vivir, mientras que quienes más tenían seguían teniendo más. Pero lo peor… ¿A dónde iban esas ofrendas sino a mantener una estructura opresora, injusta, excluyente? Nada más alejado del interés de Dios que no comulga con el “negocio” de los que utilizan su poder para enriquecimiento propio.

Jesús observa a la mujer viuda –símbolo de los más excluidos y explotados de su tiempo- y rescata su dignidad al ponerla como ejemplo de fe. No creo que aprobara que esta viuda diera lo poco que tenía para vivir, para mantener la suntuosidad superficialista de la clase dominante. Pero sí rescata su fe, su confianza puesta en la justicia de un Dios que se identifica con los desprotegidos de la historia.

La viuda nos enseña con su actitud, aparentemente “sumisa” al sistema, que la dignidad de hija/hijo de Dios se juega en el compartir todo con los demás. Seguramente eso representaba el “templo” para ella. Ese espacio “casa de Dios”, al que todos estaban invitados, más allá de las malas administraciones. Esa “casa de Dios”, donde la mesa se sirve para todas y todos: pobres, ricos, niños, adultos, enfermos, sanos, hombres, mujeres, extranjeros, esclavos… y podríamos seguir con la larga lista que se actualiza en la historia la que nos incluye más allá de la discriminación a todas y todos los discriminados. Ese hogar de la Justicia y la Paz, la abundancia y la inclusión en el que todas y todos, incluso los más olvidados, rechazados, discriminados de la historia pueden morar y recuperar su dignidad humana.

Es otro su horizonte de sentido. Entregar, confiar, ofrecer lo mejor de uno a cambio de la fe. Entregar lo que nos posibilita vivir, sin esperar nada a cambio, más que ser fieles a nuestra dignidad de hijas e hijos de Dios. Entregar nuestro amor, nuestra amabilidad, nuestra ternura, lo mejor de nuestra esperanza, nuestra comprensión y sensibilidad, nuestro afecto, compartir nuestro dinero, nuestro tiempo, el espacio en que vivimos: esas moneditas de “servicio al otro” que a pesar del cansancio, de la frustración, de la soledad, de la desidia, de la exclusión, del dolor y la angustia… “a pesar de” estamos dispuesto a ofrecer y entregar porque creemos en algo mucho mayor y mejor que lo que la realidad nos ofrece .

Estamos en el Mes de la Familias en la Diversidad y ante el sistema opresor podemos creer que la exclusión se justifica y nos refugiamos en los rincones para no ser detectados por su fuerza represora… Podemos incluso dar nuestras monedas de “silencio” y “autoexclusión” asumiendo ese lugar de miseria que se nos deja para sobrevivir… Pero la actitud de la viuda y las palabras de Jesús nos desafían a ubicarnos en un lugar diferente, resistiéndonos a la injusticia con la fuerza de nuestra dignidad y el poder de nuestra fe.

En este mes de las Familias, estamos invitados a reflexionar sobre nuestra actitud de reracionamiento con los más cercanos, con aquellas y aquellos con quienes compartimos la vida y la mutualidad familiar y orientar nuestros vínculos hacia los valores del compartir lo mejor de nosotros, la identidad y el amor que nos permiten ser y vivir. Pero también estamos desafiados a construir una cultura nueva y liberadora para nuestras “familias diversas” al patrón heteronormativo excluyente. Creando espacios de encuentro, de mutualidad, de afecto, de compartir, de solidaridad liberadora de opresiones y violencia.

Ojalá podamos concluir esta historia abierta por la viuda y Jesús, que la reconoce y la dignifica, haciendo de nuestras vidas y nuestras familias espacios de comunidad de amor incondicional allí donde nos toque ser luz para otras y otros. Ojalá que podamos reconciliar la historia con el sueño de Dios… Ojalá que nos animemos a reconciliarnos como familia.




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