martes, 12 de enero de 2010

Estos son mis hijos muy amados


"Sucedió que cuando Juan los estaba bautizando a todos,
También Jesús fue bautizado; y mientras oraba, el cielo se abrió
y el Espíritu Santo bajó sobre él en forma visible,
como una paloma, y se oyó una voz del cielo que decía:
-Tú eres mi hijo amado, a quien he elegido..."

(Lucas 3:21-22)

Que importante es ser reconocidos como hijos. Sentir que nos aman tal cual somos, que se nos reconoce por nuestro nombre y se nos acepta según nuestra propia identidad. Que importante es la filiación, trasciende los vínculos consanguíneos para darnos sentido de pertenencia a un grupo. Y es que somos seres de afecto, emocionales y por eso el amor es tan vital en el desarrollo y supervivencia de una persona. Ese amor que sostiene y es soporte, que es bondadoso, ese que no tiene envidia, ni se presenta presumido, ni vanidoso, ni grosero, ni egoísta. Ese amor que no se alegra en la injusticia sino que se goza en la verdad. Ese amor que todo lo cree, todo lo espera, todo lo sostiene, ese amor que acompaña en el dolor.

Cuando alguien es reconocido en su identidad, cuando se le respeta su intimidad, cuando no se le condiciona su libertad, se convierte en persona y el don de su vida es bautizado en el propósito primero de Dios, nace de nuevo y su rostro brilla en la común unión con su creador.

Jesús, hasta entonces era un ciudadano más del pueblo judío, poco sabemos de ese tiempo, pero algo si nos queda claro, como todo el pueblo camina rumbo al desierto a renovar su vida y su fe, a disponer su vida y su identidad más profunda a la voluntad de Dios. Y es que el bautismo de Juan, llamaba a eso precisamente… Llamaba a convertir las acciones, las ideas, las formas de vivir el culto a Dios si éstas dejaban fuera el propósito primero del Creador y de su ley. Jesús como parte de ese pueblo asume su responsabilidad y se presenta junto a todos los demás y es precisamente el bautismo una salida de closet. Pasa de ser un anónimo para tener una identidad social, religiosa, política delante de su comunidad. Asume su misión y la vocación que Dios le había conferido.

Y es precisamente en el acto del bautismo de Jesús, donde Dios se “visibiliza” también, y expresa su reconocimiento, su identidad: “este es mi hijo amado, a quién he elegido”.

La verdad te hace libre… Dirá el mismo Jesús visible a su pueblo. Algo así como decir la verdad no es tu pecado, ni tu enfermedad, la verdad no es lo que te falta… La verdad es lo que existe en ti para hacerte plenamente quien eres, ese propósito singular, genuino que Dios puso en ti y que te hace tan único, como irrepetible, ese por el cual eres reconocido como un hijo, una hija muy amada de tu padre Dios.

En este mundo contemporáneo, tan confundido como el de aquél tiempo… se repiten los mismos pecados y desafíos. Sigue la opresión, el odio, la arrogancia, la vanidad, la exclusión, la prepotencia signando los actos del poder establecido. Y siguen las voces de los márgenes reclamando la renovación y el cambio. Y Dios, como uno más camina junto a los excluidos tras su bautismo para la vida. Dios sigue marchando entre los pobres, las viudas, los enfermos, los emigrantes, los extranjeros, la lesbianas, los gays, las personas trans, lo indígenas, los desempleados, en medio de las diversidades discriminadas… dando testimonio de la necesidad de cambiar y alistarse en torno al propósito primero de su voluntad.

En medio del debate público que ha sugerido este nuevo “bautismo”, por el cual las parejas del mismo sexo adquieren derechos civiles como tales, a través del matrimonio universal en el DF. Confieso que creo profundamente que Dios dice una vez más a viva voz y desde el cielo, de manera visible e inconfundible: “estas y estos son también mis hijas y mis hijos muy amados, a quienes también he elegido”: el amor.

¿Y por qué esta afirmación tan irreverente a la lógica del cardenal Norberto Rivera? Por la sencilla razón de que el señor arzobispo no conoce a su pueblo, no conoce ni ha interactuado con las parejas del mismo sexo, no sabe ni quiere saber de conocer a los miles y miles de niñas y niños que crecen el los hogares de las familias diversas… Porque si las conociera claro que no aventaría tanta blasfemia y fuego destructor, y sus palabras no dejarían un sabor tan amargo y áspero, tan poco bondadoso y cruel. Si el amor estuviera en su corazón, su “poderío” no interferiría para mirar los ojos sinceros de aquellos que aman y entregan sus vidas para dar vida a otros.

Que importante es la humildad para Dios y los que le siguen, cuan significativo es el verdadero hijo de Dios que surge del mismo pueblo, de la sencillez, de la vida común y corriente y dispone su corazón para que sea Dios quien le reconozca a él en medio de la multitud.